Se frota la piel de la frente, empuja y restriega el pellejo. Un deseo oculto de alivio lo impulsa a repetir la acción, compulsivo. Pienso, trato de recordar mi nombre, de saber quién soy. Es el malestar del estómago el que me obliga a hacerlo. Con el pie tamborilea el suelo. Hay un espejo enfrente, la imagen que le devuelve es exacta, tanto, que se desfasa de mi propia concepción. Es ahí donde se encuentra consigo mismo, en el interior de las pupilas que revelan el cansancio. la conciencia de su espíritu desgarbado y descompuesto. No hay retorno, sólo me resta andar la brecha, terminar con lo que empezó: su propia destrucción. No hay dudas ni necesito justificación. Se torna en algo necesario. Una pistola en la mano, por momentos firme para permitir el acierto en la sien. Será hoy porque cada día que pasa es más tarde. Cada minuto es más tarde para los otros, ellos, los que el azar interseca en su camino. Resulta lógico, desprovisto de emociones; en su lugar la razón, juego de la mente que acomoda las piezas para significar cualquier cosa, en este caso la muerte benéfica. Habrá que librarlos de tragarse las babas y mocos, salvarlos de su cuerpo que hace tiempo comenzó a apestar. Ahora es el momento para acabar con la larva. Romper el círculo del padre al hijo, de éste al mío. Decido que así lo haré, no más carrera en espiral.
Mató a su hijo, mató al primogénito de cinco hermanos, hoy se cumple un año. Quería enseñarle a ser hombre, que aprendiera de la siembra, de los animales. Yo lo quería muy hombresito. Desde chico el niño andaba conmigo todo el día. Aquella mañana lo levanté temprano, había fiesta en el pueblo. Escogí un cerdo, saqué la pistola y apunté al animal en el centro de la cabeza. Así, hijo. La bala hizo dio en el hueso sin perforarlo, una herida, un rebote en el cráneo duro que cambia la dirección. El hombre mira el cerdo cómo chilla y corre; escucha la exhalación del ni{o que cae al suelo: la bala perforó su pecho por un costado.
Él sabe que nada cambia, que el malestar en el estómago y los chillidos del cerdo al fondo de su cabeza no callarán. Tiembla la mano que acerca el cañón a la sien. Terminar con lo que empecé. También soy un animal. Un animal no debe quedar moribundo nomás. Un espasmo en el estómago; el dolor lo impulsa, le da el coraje para disparar. Un trueno de agua se rompe en mi cráneo. Por un momento el dolor es insoportable, lo ocupa todo, pero ya no he de atormentarme, el fuego cesa. Hay silencio. Un momento en absoluto silencio..
El estómago reacciona y mis músculos jalan una honda bocanada de aire, se llenan los pulmones. Ha respirado y no sabe por qué su cuerpo aún reclama oxígeno. Mi mano izquierda se mueve en un reflejo hacia la cabeza. Luego ve la mano manchada, suelta la pistola. Decide tocar la frente; ambos brazos acceden, siente que la frente arde. Busca su imagen en el espejo. Hilos rojos espesos surcan el rostro. Aún percibe a su idéntico en el cristal. Descubre os orificios de la bala a uno y otro lado de la frente, hubo una trayectoria. Los frontales hinchados y deformes. Estoy muerto. La misma basura. Seguiré pudriéndome hasta ser gusanos vivos. Recuerda al cerdo que no moría, no quiso acabar de matarlo; por días y semanas estuvo echado en el corral. hasta que los gusanos al fin se lo comieron, hasta que todo fue un amasijo de larvas.
Es espejo me devuelve la imagen nítida. Inclina su cuerpo a la derecha. Extiendo el índice y lo llevo hacia adelante; observa la misma acción frente a sí. Piensa que sueña en reventarse el cerebro y no lo consigue, ´pienso en el niño que palidece en la cama y se lleva toda la luz de la habitación.
Cualquiera otro podría explicarme cómo es que no morí. Fue el doctor el que lo puso claro. Tiene suerte, dijo el doctor. Eso me dijo el imbécil: "Tiene suerte".